lunes, 11 de junio de 2012

recuerdos de una noche olvidada



Es imposible adivinar qué pudo suceder aquella noche.

Todo comenzó como un día cualquiera, paseaba yo con mis zapatos llenos de piedras entre jardines y diarios adolescentes cargados de poemas emborronados por el olvido. Las letras que cantaba mi mp3 en mi oído, me hacían caminar de forma diferente, me di cuenta por la expresión que ponía la gente al cruzar nuestros caminos. Dejando a un lado la vergüenza, hacía una reverencia y me alejaba con una sonrisa. Cuando llegué a la oficina subí por las escaleras las cinco plantas hasta el despacho, me sentía fuerte y joven aquella mañana, cuando iba por la tercera empecé a notar que quizás podría estar haciéndome un poquillo mayor, me senté sudando en la silla giratoria, abrí la ventana para que pudiesen escaparse los sueños, y encendí el ordenador. Como odio este ordenador, su pantalla azulada y sus hojas tristes y frías.

Durante el almuerzo salimos a la calle a respirar el aire puro de una ciudad cargada de humo, acompañé a Carolina a por un café decente al bar Ripoll, porque odia los de máquina, pedí una coca-cola y mientras me daba a probar sus tortitas con sabor a corcho, charlamos durante apenas unos minutos sobre trabajo, gente del trabajo, la crisis, y poco más. Carolina es una joven de mi edad, aunque aparenta tener tres o cuatro años menos. Al principio no me había fijado especialmente en ella, hasta enterarme que varios de la planta iban detrás. Fue como lanzarme un desafío, ver quién puede ganar, quién es el mejor. Fui ganando puntos con pequeñas dosis de mostrar interés, hacerme el interesante, y de ser indiferente. Y aquel día me dejó en bandeja la oportunidad, me comentó que quería ir con unas amigas a ver una interesante exposición cerca del centro, así que le propuse dejar plantadas a sus amigas e ir juntos, luego si le apetecía podíamos rematar la noche yendo a cenar algo. Me miró con gesto pícaro, pero no me dijo sí, tan sólo un… “uhmm, no sé, ya veremos. Llámame luego y te digo algo”. Comprobamos que ambos teníamos nuestros números de teléfono, yo adiviné en su mirada que esperaba esa llamada, y regresamos a nuestras pantallas azuladas de hojas tristes y frías.

Cansado de estar sentado durante horas mirando fijamente el mismo punto, llegué a casa, me tumbé y cerré los ojos. Tenía pensado descansar una hora y luego llamarla, pero entonces sonó mi teléfono, un 646 desconocido. Un viejo amigo que había estado haciendo cursos durante casi dos años en Cuba y ahora estaba de nuevo en la ciudad, me llamaba para ver si me pasaba por una pequeña fiesta que iba a dar en su casa. Pensé en pasarme un rato, tomarme una birra y luego llamar a Carolina. Cuando llegué a su piso y me abrieron, el humo apenas me dejó ver las paredes o el suelo, busqué a mi viejo amigo al que apenas reconocí, nos abrazamos, me invitó a una steinburg helada y me presentó a las otras diecisiete personas que había en la fiesta, de las cuales catorce ya iban demasiado colocadas para hablar. Pero empezaron a contar anécdotas de sus viajes, de sus experiencias, y sin darme cuenta me dejé llevar por la magia de sus historias, de la nieve y la hierba. Era tan estimulante, me sentía como un niño, atónito, presa de aquellas aventuras. Sentía mi vida un día a día cotidiano, extremadamente aburrida y sin nada que contar. Casi alcancé a revivir esas historias mientras las contaban. Entre risas, caladas, y tragos, volamos a un mundo en el que nos encontrábamos todos nosotros en armonía, sin pesadillas, sin preocupaciones, simplemente viviendo y disfrutando el presente.

Las últimas imágenes que recuerdo son el sofá rojo de cuadros, alguien hablándome del sentido de la vida y el espíritu, mis oídos escuchando palabras desordenadas, mi mente hablándome y diciendo: ¡contesta! Pero apenas lograba pronunciar alguna palabra sin sentido. Respuestas que no coincidían con preguntas, más cerveza, sonrisas, miradas ausentes y risas que escapaban a mi comprensión. Alguien me vio durmiéndome en silencio y una voz femenina se ofreció a llevarme a casa. Era un coche blanco, pequeño, con un olor raro. Las luces cegadoras de los semáforos pasaban veloces, y el viento me azotaba la cara. De repente me ponía a sonreír o me imaginaba que estaba sonriendo, y en medio de esa gigantesca avenida, por la que había pasado infinidad de veces y que ahora desconocía, me enseñaste a besar. Subimos a un portal oscuro en un viejo ascensor donde el calor nos hizo prescindir de alguna ropa innecesaria. ¿Estoy en mi casa? Me pregunté. Pero el olor a incienso de un mini estudio desordenado, me azotó los sentidos. Recuerdo sus sábanas verdes, su poster de John Lenon, su piel desnuda, los lunares de su espalda, y los quejidos de una cama queriendo echar a volar.

En el frío silencio decido escapar, y me encuentro como un solitario ladrón en la noche, tratando de regresar a mi casa perdida en una inmensa ciudad. Mareado y con ojos cansados, avanzo por calles que se repiten una y otra vez. Yo ya había pasado por aquí, quizá esté caminando en círculos, quizá me adelanto a lo que realmente está ocurriendo. Y continúo arrastrando los pies sobre calles infinitas. Ya en casa, solo, tirado sobre el catre y sin fuerzas para desnudarme, me digo al oído: Qué suerte tienes de seguir vivo, chaval.

Y me duermo feliz, sabiendo que al menos esta noche le he ganado la partida a la rutina. 

Si algún día me cruzo contigo por la calle, y me reconoces, no me recuerdes los detalles de aquella noche, pues la incertidumbre de no saber qué ocurrió exactamente le da un cierto misterio especial. Así que si un día te cruzas por mi camino, regálame una sonrisa y sigue adelante. 



SANTIAGO DE HEVIA    

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