miércoles, 17 de junio de 2015

desierto sin sombras




Todos decían que era un inconsciente, que era un muchacho despistado viviendo en un mundo poco realista. Quizá lo más probable es que tuviesen razón. Él era todo eso, y mucho más. Incapaz de prestar atención a lo que le rodeaba. No es que quisiese llevar siempre la contraria, simplemente no pretendía encajar, no buscaba que le aceptasen, porque sólo quería ser él mismo. Le parecía que querían crear una imagen tan plastificada, tan irreal, que huyó asustado de los sabios consejos. Y rechazando toda estrella a la que seguir por el desierto, se perdió entre las dunas de su imaginación. Mucho más irreal que el anterior, pero desde luego mucho más fascinante.

Un desierto sin sombras que le acechasen, sin engaños ni espejismos, con una Libertad tan cegadora que probablemente acabaría con su vida. No estaba dispuesto a convertirse en un grano de arena más, en el resultado de la ecuación, en un eslabón de la máquina de producción. Él corría para salvar sus recuerdos, para proteger sus sueños y sus sonrisas, porque sabía que si ellos lo alcanzaban, le dejarían vacío, sin alma, hueco como una figurita fácilmente maleable. Se perderían todas las noches de luna, todas las caracolas, todas las ramas del árbol, todas las plumas del cielo, las gotas de lluvia, las miradas, los escondites y los aullidos. Se perdería toda la magia. Por eso, decidió conversar con el silencio, y fue creciendo experimentando lo que era invisible para los ojos, pero no para el espíritu.
  
Era un mundo que no conocía lo imposible, al no haber nadie que frenase con el veneno del “Nopuedes” sus ansias por vivir, exprimía cada lágrima de mar, cada destello. Y pasó su vida en los tejados de su colegio, saltando de fantasía en fantasía, desafiando a toda influencia que no fuese el murmuro del viento y el batir de unas alas sin nido. No existía el tiempo como tal, cada segundo podía durar una eternidad, y cada eternidad un suspiro. Y siguió cruzando horizontes sin billete de vuelta, aprendiendo a cada paso lo que ni mil libros te podrían enseñar. Aprendió a mirar, aprendió a escuchar, pero sobre todo aprendió a sentir.

Las lunas siguieron pasando en este mundo que tanto le cautivaba, entre montañas, castillos y cavernas, atravesando veloz el firmamento sin miedo a nada que perder. Los límites de su propia existencia no se reducían a las extremidades, sino que iban mucho más allá, pudiendo acariciar el cielo con la yema de los dedos y el alma desnuda con la piel. Y aunque no paraba a pensar dos veces cuál sería su próxima aventura, no sería justo tacharle de insensato o valiente, ya que en aquel lugar no existe control, todo está sujeto a un equilibrio desordenado, un conjunto de infortunios que cobra sentido al final de todo. Esto le llevó a arriesgarlo todo casi hasta la muerte, pues tan sólo poseía su vida. Se enfrentó a espectros, a pesadillas del pasado, a gigantes de vidrio y hielo. Sobrevivió a huracanes, a pescadores de sueños, a noches de soledad, de humo, ruido y cicatrices. Y siguió sin mirar atrás, arrastrado por olas que querían devorarle, por frías crestas escarpadas, hasta lo más profundo de un desierto sin sombras.              

 Entonces…apareció Ella, y todo cambió.             

SANTIAGO DE HEVIA

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